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Francis Mallmann, todos los fuegos

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21122010

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Francis Mallmann, todos los fuegos Empty Francis Mallmann, todos los fuegos




Maestro de cocineros, desacraliza la comida preciosista, arremete contra las modas y las exageraciones y afirma que la postura de los restaurantes es arrogante. La filosofía del hombre que dice que cocinar ya no lo divierte

Las fiestas que anuncian el fin del año implican que la cocina se vuelva protagonista de todas las reuniones familiares. Para quienes prefieran dejar de lado las tradicionales preparaciones pesadas y cremosas, que abundan en las mesas de diciembre, qué mejor que conocer al rey argentino de los fuegos y elegir algunas piezas para tirar a las brasas.

Entre cuadros de Klimt, enormes limones amarillos, manteles de arpillera, tiendas de campaña, libros en francés y música clásica de fondo, Francis Mallmann, llano y sin decorados, se explaya sobre su vida y sus placeres. En la charla, defenderá las bases de la cocina local y cuestionará las modas irrespetuosas y a los obcecados del vino.

"Mis días son bastante similares -cuenta-. Me levanto muy temprano, tipo 6, hago mi gimnasia y desayuno. En Buenos Aires, mis actividades están relacionadas con la televisión, con la prensa y con algunos eventos que hacemos. En Uruguay acabo de abrir el nuevo restaurante Los Negros, en el Club House del Setai de José Ignacio. En Mendoza, me ocupo del restaurante y los cambios del menú. Todo en los mismos horarios. No soy nada nochero; yo ya no cocino en los restaurantes. Me gusta que la gente lo sepa. No es que estoy retirado, pero Mallmann ya no está en la cocina. Ya no me divierte; es la verdad. Pienso los menús, hago cambios, pero no estoy en el despacho diario." Además de los programas en los que cocina en lugares paradisíacos, de sus restaurantes en Mendoza, Uruguay y Buenos Aires, Mallmann acaba de sacar el libro Siete fuegos (V&R Editoras), donde, entre recetas, historias y fotos, cuenta su vida alrededor de la cocina. "Nació cuando viví en Estados Unidos (del 2000 al 2006). Es una confesión de todos estos años."

-¿A quién cree que le dirige esta confesión?

-Siempre tenía algo para decir. Creo en lo que digo, y la gente toma esto. Lo puede leer cualquiera. Lo disfruta gente muy distinta. Igual que me pasa con el programa de TV; voy caminado por la calle y uno me grita: "Maestro, qué asadito que hizo anoche", o voy al banco y el gerente me dice: "Qué bueno el programa". Esa universalidad del lenguaje de la cocina me gusta. Que sea accesible y que mucha gente lo reconozca como suyo y le guste. Eso me da alegría. Con el libro pasa algo parecido: es llano y sin decorados.

-Cuando se lo ve en la pantalla parece que le resultó una eternidad llegar a esos parajes inhóspitos...

-Un poco es así. Son muy intensos; somos 26 personas en el equipo de filmación; siempre vamos a lugares remotos, y eso el espectador lo siente. A veces no hay camino y hay que llegar en bote; es muy trabajoso.

-¿Cómo elige los lugares?

-Son lugares que conozco y que quiero. Si me dijeran: "Vamos a hacer un programa en París", a mí no me interesaría. Conozco y amo París, pero hoy quiero hacer programas en lugares con los que me sienta identificado. No tengo más ganas de hacer televisión periodística y ponerme a estudiar en qué año se construyó tal ciudad. No me gustan tampoco los de entrevistas; siento que son un plomo, salvo que sean extremadamente profundos e incisivos. Lo hice muchos años. Mi primer programa lo tuve a los 17 años: viajé por todo el mundo, entrevisté a miles de cocineros, cociné en Asia y en Europa. Todo eso es un poco vacío, porque no llegás a conocer a la persona ni el lugar.

-¿Qué busca transmitir Mallmann?

-En el programa tengo esa libertad de no cocinar nunca más dentro de una cocina, dentro de cuatro paredes. Me gusta el fuego, porque es una cosa que nos hace falta. Estamos muy encerrados y volver a vivir al aire libre es muy importante, por los niños también. Creo que los niños tienen que pasar la mitad del día afuera, tienen que revolcarse, sentir el viento. En la tele apunto a ese estilo de vida, y también a pelearme un poco con eso de la cocina molecular, esa cocina tan decorada, tan preciosista. No creo que sea algo feo, pero me parece que está muy endiosado.

-¿Cómo ve la experiencia actual de sentarse a comer?

-Hoy vas a comer y tenés que estar muy calladito. A pesar de que vos elegís el lugar, el mozo te trae el plato y te corta la charla para presentarte lo que va a servir. Ahí es cuando yo le digo: "Flaco, andate. Ya sé lo que pedí. Me encanta la comida, pero estoy hablando con ella y no me interrumpas". Es como arrogante la postura actual de los restaurantes.

-De Bariloche a Francia, ¿cómo hizo el camino?

-Abrí mi primer restaurante con mucha ignorancia; cocinaba algunas cosas que había aprendido de los libros de cocina en francés que había en casa, cosas con trufas o mejorana, y cuando iba al mercado del pueblo a buscarlos nadie sabía de qué le hablaba. Me di cuenta de que había un mundo al que era muy difícil acceder desde Bariloche en 1966. Entonces me fui a Francia con la idea de trabajar en algún lado. Llegué y lo único que recibí fueron portazos. Sin embargo, respiré, caminé por París, leí los menús, fui a los mercados y descubrí un mundo maravilloso detrás de la cocina. Volví y me quedó adentro todo lo lindo, y también la frustración de no haber trabajado.

Un día, un amigo gourmet le dio una lista de los 21 mejores restaurantes de Francia. Mallmann les escribió una carta a cada uno. "Todos me contestaron; muchos me dijeron que sí, otros que no y otros, que tenía que pagar. Entonces me fui y me quedé trabajando varios años en ocho de los restaurantes tres estrellas Michelin de esa época", rememora. Volvió a Buenos Aires para trabajar en Hippopotamus, hasta que abrió su primer restaurante en Palermo: "Era uno a puertas cerradas, sin cartel, que tenía la cocina a la vista, con un living enorme".

-La mayoría de los cocineros que hoy son famosos estudiaron con usted.

-Esos cocineros trabajaron conmigo; mi escuela de cocina era más para señoras y señores que querían cocinar. Los cocineros fueron aprendices del restaurante y se formaron detrás de la cocina. Después, cada uno hizo su carrera.

-¿Cuál es el mejor método para aprender a cocinar?

-La cocina es un lenguaje silencioso que se aprende a través de la repetición. Podés estudiar y leer, pero para saber cocinar hay que pararse frente a un fuego y hacer una milanesa doscientas veces. Estoy harto de hacer el cordero con siete horas y media de cocción, es aburrido, pero ahí es donde incorporás el lenguaje de la cocina. Cuanto más has cocinado, más decisiones tomás sin tocar nada, sin pesar ni meter el dedo.

-¿Cómo se llega a una síntesis entre las técnicas francesas y la rusticidad de lo criollo?

-La cocina francesa da una formación excelente: aprendí clasicismo, historia de la cocina y las tradiciones. Hasta que llegó un día en que me di cuenta de que estaba haciendo un cover de Los Beatles. Sentía que cantaba una canción que no era mía. Para encontrar mi camino pensé en la Argentina, en los fuegos, en nuestras tradiciones, en el chimichurri. Una búsqueda que fue de lo europeo a lo argentino y lo nativo, a una cocina que me hiciera más feliz y que no fuera un cover de la francesa, que me encanta, pero ya no puedo hacer. Hoy me interesa mostrar lo que somos.

-¿Es necesario contar una historia con el plato?

-Un plato es un mensaje. Hay algo que la gente lee. Si estoy comiendo una molleja a la plancha con chimichurri, puede ofrecer cosas para el gusto y el olfato. Pero tampoco se puede llevar a un extremo de búsqueda tan profundo como, por ejemplo, de dónde llegó esa papa. Cocinar es abrir una heladera y producir algo rico en 20 minutos. Esa es la verdad de cocinar. Pensar en una cena para el sábado porque vienen amigos sucede una vez por mes, pero la realidad de todos los días es mirar cuatro cosas y cocinar algo. Esa es la delicia de cocinar. Se puede cocinar rico con pocas cosas, y no necesariamente tiene que ser perfecto. Hacer una lista, ir al supermercado y tener todo es aburrido. Cocinar es comer algo rico, tomar un buen vino y, en el fondo, que vos y yo, después de comer, tengamos una conversación mejor. Porque la comida, más allá de sacar el hambre, induce a que seamos más abiertos, más incisivos.

-Cuando cocina, ¿piensa en el cliente o hace lo que quiere?

-Sí que pensamos. Hay platos que hace muchos años hacemos y que nos gustaría cambiar, pero no podemos porque la gente se enfurece.

-¿Hay que combinar platos y vinos?

-No, creo que no. Existe la armonía en la comida, como en todo, pero no creo en los maridajes. Los reconozco, tomo un vino con una carne y veo bien la combinación, pero no creo que ese sea el camino para comer bien. Hay que elegir lo que le gusta a cada uno, porque al tener dos cosas maravillosas, aunque no se lleven tan bien, son una delicia cuando las ponés en la boca. Esa armonía perfecta, que existe y la reconozco en un maridaje, me parece que es aburrida a largo plazo. Es como sentarse siempre en un sillón de plumas. Tenés que sentarte en un banco, en un tronco, bajo la lluvia, dormir debajo de un árbol y en un hotel 5 estrellas para poder disfrutar de los contrastes. Si todo es armonía, es muy aburrido. Hay una minuciosidad con el tema de los vinos que yo no les creo nada. «Olores a hierros tostados...»: hay algunas descripciones de vinos que me pregunto si me están tomando el pelo. Una vez estuve comiendo con gente del vino y estaban todos con las fresas, las frutillas y el cassis, y yo dije: "Este vino está riquísimo; tiene un olor a culo increíble". Se pueden decir algunas cosas, pero lo estamos llevando a un lugar que va a resultar en una generación de gente que cree que saber tomar vino es saber decir eso. Es como aprender una poesía de memoria y saber que si es malbec hay que hablar de frutas. Creo que lleva mucho más tiempo aprender a tomar vino que aprender a cocinar. Cocinar necesita 30 años, el vino creo que como 40.

-En este boom de la gastronomía porteña de los últimos 10 años, ¿qué es lo mejor y qué lo peor que pasó?

-Lo mejor es que hay cada vez más cocineros jóvenes con ganas de hacer cosas, y el público, los clientes, son cada vez más críticos. Es gente que lee, que viajó y que puede decir si está bien hecho o mandarlo de vuelta. Eso valorizó mucho la cocina argentina. Lo malo son las modas, sobre todo la que engancha a los cocineros jóvenes. Se pone de moda lo peruano, van una semana a Lima, compran dos libros y abren un restaurante peruano. Una cosa es ser un buen técnico cocinero y otra vivir en un país; es una falta de respeto. Hay poco respeto en la frontera entre la verdad y la frivolidad, y eso es malo. Pasó con la cocina japonesa, con la italiana y el carpaccio en los años 90. Fue un plato que inventaron Cipriani, que puso la carne aplastada, y Kandinsky, que hizo un dibujo con la salsa. Cuando se puso de moda había carpaccio de frutilla, de salmón, de jabalí... Pasó lo mismo con los risotos o con el sushi, al que le ponen Philadelphia. Como el chimichurri. Cuando se puso de moda en Estados Unidos, ibas a los restaurantes y había de mango o de frutilla. El chimichurri es uno: tiene orégano, perejil y ají. Eso es malo, porque es irrespetuoso con las culturas y confunde a la gente. Es lo que pasa ahora con la cocina molecular. Se van a España una semana, compran los libros, se quedan cinco días en un restaurante, vuelven y están haciendo cocina molecular. Mas allá de que me guste o no esa cocina, la inventó un señor que sabe mucho, que estudió y es genial. El problema son los miles de personas que lo copian, y generalmente muy mal. Hoy, ser cocinero es como ser una estrella de rock. La gente que tiene plata quiere tener un restaurante; hay una moda desde hace tiempo. Si sos millonario, es un hobby divertido: vas a comer, hay ricos vinos, ves gente, pero en el balance hay cosas que lastiman a la cocina. Todos tenemos derecho a inventar, a mezclar, pero tiene que haber mucho conocimiento detrás, una estructura; no es algo que puedas hacer en los primeros cinco años de tu carrera.

-¿Hay platos y cocciones más difíciles o es parte del entrenamiento?

-Hay cosas que son más frágiles. Vuelvo al respeto: los tiempos de cocción, la calidad del producto, la forma en que lo ponés. Les digo a mis cocineros: cuando emplatás ponés el bife acá, como cayó; no hay que estar montando. No hay que toquetear la comida. Se pone de una forma linda, pero no se la amontona. Soy más purista en eso; a mí no me gusta la sobredecoración. ¿Para que quede lindo? Yo creo en el gusto. Si pongo queso en el plato es para que se sienta; ni la ramita de perejil ni la ciboulette. Traeme un cacho de pan crocante con ajo que me acompañe durante toda la comida. La cantidad es otra cosa importante, un plato bien hecho tiene que tener tres o cuatro cosas: una carne, la guarnición, un jugo y algo más. No puede haber diez cosas porque entonces no comés nada. Comer es disfrutar de algo y no una mezclita de cosas.

-¿Sale a comer?

-Muy poco. Como vivimos en este mundo de la comida, el día que salgo a comer me voy a una cantina a comer un jamoncito, una rica pasta o un pescadito. Durante muchos años iba por Nueva York y París a los mejores restaurantes, pero ya no voy más; me aburre enormemente ese lenguaje arrogante de los cuarenta mozos que no te dejan tranquilo nunca. No hay respeto por el cliente.

-¿Para dónde va la comida en los próximos años?

-Lo último fue España con lo molecular, que está en declive, y por lo que se lee lo que viene es Perú. La sensación es que cada etapa es más corta. Antes eran décadas: en los 70 fue Francia; en los 80, Italia; en los 90, Japón y la fusión. Cada vez las etapas van a ser más cortas, por la globalización, por Internet, por la comunicación y por las ansias enormes de sorprender. Y es al revés: cuanto menos hagas, más va a llamar la atención.

Mallmann dejó el colegio a los 13 años y reconoce al cine como su universidad: casi todas las mañanas ve una película. "En la vida soy un gran lector y admiro mucho las palabras; es una de las cosas más lindas del ser humano. Mis grandes maestros son escritores", dice, y cita a uno dentro de la cocina: Raymond Oliver. "Era un hombre maravilloso, que me dio muchas lecciones, como la del respeto en la cocina."

También confía que quiere tratar de viajar menos: "A Asia ya no quiero volver; no tengo nada en contra, es divino, pero me di cuenta de que ya mi vida no me alcanza para abrazarla completa. Mi elección es estar en casa, en Sudamérica. Yo recorrí todo el país, pero no lo conozco y quiero conocerlo. Viajo mucho en jeep y duermo allí. Ese es el tipo de cosas que quiero hacer. Me gustaría enseñar historia de la cocina, el lado intelectual. Tener un auditorio de jóvenes universitarios y formar gente joven con una visión compleja e intelectual de la cocina, más allá de la técnica".

-¿Cómo son vistos en Europa los fuegos argentinos?

-Saben muy poco; nosotros tenemos esa cosa mística de la carne argentina, que desgraciadamente ya no es tal. En los últimos cinco años hemos perdido mucha calidad. Hoy en día, el embajador más grande que tenemos es el malbec, que les lleva millas y millas de distancia a los cocineros.

Como en la escena final de sus programas, Mallmann termina con una reflexión. Cada frase es una sentencia que parece nacer de las profundidades de su corazón: "Tengo cinco hijos y los cambios me sientan bien. Los grandes enemigos del hombre son el miedo y la rutina, dos cosas que nos paralizan; por eso, crecer tiene que ver con elegir cada vez más".

Por Sabrina Cuculiansky
scuculiansky@lanacion.com.ar


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posdata_No soy idónea en el tema,..." ni ahí",pero la nota me gustó y decidi publicarla..Solo eso
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