No son multitud.
De serlo, el mundo sería un lugar más amigable, más hospitalario e infinitamente más divertido . No suelen ocupar cargos de jerarquía: mandar no es lo de ellos; reglamentar, menos. Sin embargo, si esta estricta minoría no existiera la vida sería, como la describió Montaigne, “no más que humo, y no la miro sino como una noche oscura y enojosa”.

En estos tiempos que padecemos la moda mercantil de los ángeles, estos son verdaderos seres angélicos, que iluminan con su alegría a perpetuidad todo lo que les rodea, incluyendo amargados crónicos, pesimistas pertinaces y antipáticos blindados.

Como los chicos, están contentos sin ninguna razón. Celebran simplemente ser y expanden su sonido de cascabeles con contagio inevitable.

Y no se trata de militantes del optimismo que tratan de embarcar a otros en proyectos de futuros rosados, ni simpáticos profesionales o seductores natos.

Tampoco son personas especialmente afortunadas, eludidas por las desgracias o que desconocen la tragedia.

Les ocurre lo que a todos, sólo que a ellos los pesares parecen no pesarles.Actúan como si ignoraran el lado oscuro de la vida. O, con veloz facilidad, lo olvidan.

“No hay que confundir santidad con idiotez” , solía decir una artista sabia. Estos seres casi angélicos tampoco son imbéciles, aunque muchos los confundan o los integren a ese tan populoso conjunto.

Lo que sí suelen ser o parecer es bastante cándidos, un poco infantiles, quizá algo pueriles. Ríen sin causa, acaso por sólo el placer que les causa reír.

Un amigo psicoanalista me dice que se trata de personas que simplemente soterran sus angustias, temores e infiernos particulares por una desesperada necesidad de ser queridas y aceptadas.Y que utilizan esa especie de inocencia como un escudo ante posibles ataques.

Prefiero la versión de que éstos casi ángeles están entre nosotros para alegrarnos con su alegría, cumpliendo el precepto cristiano de ser como niños. Porque su estar tan bien -aún en medio del descalabro y los espantos-, nos hace bien.

De uno de los pocos que conocí -apodado paradójicamente "El Negro""- solíamos decir que cuando llegaba se prendía la luz.

Uno de los poemas mayores del gran Giuseppe Ungaretti se titula “La mañana” y consta de sólo dos versos: “Me ilumino/ de inmensidad”. Algo así, aproximadamente.


Por Marcelo Moreno.