Resulta perfectamente entendible el que anda, en medio del fárrago estrepitoso, malhumorado y a menudo maloliente de Buenos Aires con auriculares incrustados en las orejas.

Se comprende al que viaja en nuestros comodísimos trenes, subtes y colectivos y hace lo propio, harto de los bocinazos, el tronar de las máquinas, el rugido impaciente de la ciudad crispada.

También es posible comulgar con el que opta por convertir el habitáculo de su auto en una hermética sala de conciertos en la que Mozart, Verdi, Los Beatles o Radiohead tapan con sus notas el desacoplado ritmo urbano que suena afuera.

En estos casos, cierto aturdimiento funciona como placentero refugio . También, como un genuino gesto en defensa propia.

Y desde luego está el uso de la música como vehículo de concentración y aislamiento : el que la utiliza para escapar del fragor laboral o para estudiar, separado de los ruidos del trajín cotidiano.

“El que escucha música siente, de repente, que su soledad se puebla”, escribió Robert Browning. Y sí, muchas veces funciona hasta como compañía, cuando no para el casi reflejo acto de bailar.

También padecemos la colonización de la música, esa no elegida y más, indeseada, que aparece de golpe en una espera del teléfono o la funcional, que habita aeropuertos, shoppings, consultorios y negocios varios con ese no sé qué de pasteurización de cuarta , capaz de estropear una pieza máxima del mismísimo Johann Sebastian Bach.

Pero hay una música muy particular, que nos ha arrancado la vida urbana .
Es la de la naturaleza.
Extraña para los criados y habituados a la áspera mixtura de asfalto y cemento, está allí en esos sitios tapizados de verdes, ocres o amarillos que solemos visitar ciertos fines de semana o en vacaciones. Extraños lugares en que el cielo se prolonga ancho, y a veces hasta sin marco, pegado al infinito.

Allí es posible asistir al tronar de la naturaleza desatada, una tormenta en medio del bosque o en la costa, pero en general lo que se escucha es ese ritmo algo inconexo y curioso, mezcla profunda de rumores del follaje, el batir de las aguas, los trinos y llamados de los pájaros, el croar de las ranas, el múltiple concierto de los insectos, el ulular del búho o los ladridos lejanos.

Es decir, una música casi desconocida y fascinante.

Ese es justo el momento en que aparece algún argentinito promedio , con su impresionante aparato de audio y pone a todo lo que da el último éxito de Daddy Yankee o de Shakira. Así la vejación es perfectamente consumada.