Ahí está, abrazado a esa satisfacción que lo acompaña. Ahí, está, en boca de todos, como cada día. Lionel Messi levanta con ganas, con todo el desahogo, sus brazos al cielo del Golfo Pérsico. Y se lleva el gol infaltable (ya enhebró diez en los últimos siete partidos que disputó), y la enésima ovación en árabe, y la camiseta de su amigo Ronaldinho, y los orgullos de sus compañeros y de su entrenador, y los respetos de sus rivales y del técnico brasileño, y en definitiva, un motivo más para la jactancia personal. ¿La victoria postrera, con su sello inconfundible? No sólo eso.

Porque aquí en Doha, ante Brasil, cuando el cero a cero parecía ya una realidad ineludible, él la gambeteó. A fuerza de talento, sí. Pero también con la perseverancia como bandera. Parecía obsesionado con esta victoria en general y con este gol en particular. Se quería sacar la espina. Quería ganarle a los brasileños con la Selección mayor de una buena vez y de paso cortar los cinco años sin victorias que traía encadenados Argentina ante su rival más grande. Por eso no se cansó de buscar. Y demostró, y se demostró a sí mismo que, por más calidad que haya en el envase, si uno no le pone alma al cuerpo es complicado que las cosas salgan bien. Messi tuvo entonces una certeza inequívoca: el más grande es él.

“Nunca le gané a Brasil con la mayor. Perdí la final de la Copa América en Venezuela... Ya es hora de que sea la primera vez”, había confesado en la antesala de este clásico. Y una vez que el público, con sus deseos en el estadio Khalifa, frotó la lámpara en Medio Oriente, asomó el genio justo a tiempo. Y dijo: “Es un triunfo importante para seguir creciendo. Me saqué las ganas de ganarle a Brasil, quería ganar sí o sí este partido. Un triunfo siempre es importante y ojalá que este sea el puntapié inicial de una buena etapa. Siempre es más fácil cuando se dan los resultados. Jugamos con un Brasil al que le gusta tener la pelota y que tiene buenos jugadores, sobre todo arriba. ¿Qué me dijo Ronaldinho? Me felicitó, yo también le dije que me alegraba mucho de verlo de nuevo en su seleccionado. Tenemos una gran amistad”. Y otro que lo felicitó, entre tantos saludos y tantas palmadas, fue Sergio Batista después de su primer partido como técnico oficial de la Selección. “Sí, nos felicitó a todos por el triunfo”, contó. El propio Batista lo explicó: “Aprovechamos al mejor del mundo. Messi representa todo el fútbol, no lo voy a descubrir yo ahora. Pero además hay que destacar la actitud que tuvo, y eso se notó en la forma en que gritó el gol”. Y ese es el punto, eso es lo que lo hace “O mais grande” de verdad.

En el contexto de un partido de vuelo bajo, él siempre encaró. Solo o acompañado. Buscó a Pastore y Pastore lo buscó. A veces no se encontraron. A veces pudieron ofrecer pinceladas de lo que puede llegar a transformarse en una sociedad temible para cualquier adversario. Allá por los 38 minutos del primer tiempo sacó un zurdazo precioso, encantador, que sopló el polvillo que tenía sobre sus hombros el poste derecho de Víctor.

Fue una y otra vez. No se cansó de buscar. Incluso amenazó con su magia cuando pasó entre varios defensores brasileños un minuto después de la reanudación tras el ingreso de ese intruso que le había puesto una pausa al juego del final. Ya se iba la noche. Ya habían mostrado el cartel con los dos minutos agregados.

Fue entonces cuando ella se puso de pie. Dijo, “vamos”. Y empezó a andar. Era el final, sí.

Frenó su marcha contra la red, se dio vuelta y lo miró. La pelota y el crack, un cuento de nunca acabar .

$ El informe del enviado especial a Qatar en Clarín.com